Volver a los 17.
Volver a oír a Mercedes Sosa por vez primera. Oír cómo la tierra nos cantaba, con su voz de montaña, sus dolores, su canto a la vida, su serenata para la tierra, su regreso después de la guerra.
Porque Mercedes Sosa, la “negra” –así la llamaban sus paisanos- tenía esa honda voz de las profundidades de nuestro planeta.
Pudieron haberle puesto esperanza, vida o tierra. Y cualquiera de estos nombres hubiera encajado perfectamente en su portentosa voz que llevó hacia muchísimos países donde “la esperanza es lo último que se pierde”.
Mercedes Sosa, te queremos.
“Negra”, seguimos extrañando tus incursiones en otros géneros musicales como el rock, con tu buen amigo el loco Charly.
Si pudieras verlo, negrita, ya no está tan flaco, y cada día canta mejor; si pudieras verlo, volverías a tu eterna sonrisa de 17, a elevar la voz de la cigarra como sobreviviente después de la guerra, de esa guerra que nos vació el corazón cuando cerraste los ojos y la voz.
Ahora, intentamos no olvidarte, oyéndote –o viéndote- en los rasposos long plays; en el entrañable cassette, que se enreda y tenemos que rebobinarlo de tanto usarlo; en el CD que se corta por momentos y nos raya los ojos y el corazón; en el video en formato VCD o DVD o en el famosísimo youtube.
Te oímos y te vemos abriéndonos el pecho para tocar nuestros corazones e introducir el tuyo junto al nuestro, para siempre.
Seguimos esperando tu regreso, Mercedes; pero sé que así no será, negrita. Entonces, desearía ser como tantos para sólo pedirle a “dios” –el mismo a quien pedías que la reseca muerte no te encuentre, que la guerra cual monstruo no te fuera indiferente y no nos pise tan fuerte- un instante más en mis 17. Sigo esperándote, a pesar de todo, mirando un retrato de tu muerte, sigo esperando con unas ansias enormes de volver a mis 17 y oírte como la vez primera:
“Volver a los diecisiete después de vivir un siglo
Es como descifrar signos sin ser sabio competente,
Volver a ser de repente tan frágil como un segundo
...”
(Volver a los 17)
“Tantas veces me mataron,
tantas veces me morí,
sin embargo estoy aquí
resucitando.
...
Cantando al sol,
como la cigarra,
después de un año
bajo la tierra,
igual que sobreviviente
que vuelve de la guerra.
...”
(Como la cigarra)
”...
Déjame que duerma nodriza en paz
y si llama el no le digas que estoy
dile que alfonsina no vuelve ...
Y si llama el no le digas nunca que estoy,
di que me he ido ... “
(Alfonsina y el mar)
”...
Gracias a la vida que me ha dado tanto
Me ha dado la risa y me ha dado el llanto
Así yo distingo dicha de quebranto
Los dos materiales que forman mi canto
Y el canto de ustedes que es el mismo canto
Y el canto de todos que es mi propio canto.“
(Gracias a la vida)
martes, 24 de noviembre de 2009
VOLVER A LOS 17
sábado, 24 de octubre de 2009
UN GRAN AMOR
Dice: “Un gran amor”
Luego el silencio. Dos luces: unas bombillas de setenta y cinco watts
La sombra sólida. El brassier de catalogo de chica burguesa. Habitación de estudiante universitario. Aún sus senos no se acostumbran a las manos. Es el sonido que sale de un hoyo: alas de mariposa amarilla. Desnuda y pecosa, medias de niña de escuela, arriba hacia abajo: leve clamor de muerte. Agonía de himen. Es el Amor… “Un gran Amor”.
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jueves, 22 de octubre de 2009
ALUCINACIÓN
Ayer, ella cumplía años, y yo lo había olvidado. Hacía frío e intenté arroparme con la pequeña manta, regalo de Sofía. Me sentí triste porque siempre escribía algún poema o alguna reflexión para esa fecha, pero esta vez no tuve ganas. Pensé entonces en un descuido accidental o que por fin aceptaba el olvido.
Así como estoy, recibir cierta consideración de algún médico o la sonrisa de una enfermera joven es una rareza comparable al consumo de curry en algún pueblo joven. Sofía celebra mi repentino buen humor mientras me anima a que termine el almuerzo. Se quedará treinta minutos más, que es el tiempo permitido a las visitas de pacientes como yo. A veces, cuando se despide, me gustaría que no me bese en la frente, porque la miran.
Sofía acostumbra leerme algún poema de Aleixandre o de García Lorca. Habla de lo bonito que fue aquel viaje que hicimos juntos cuando cumplimos cinco años de novios. Me sentí decepcionado porque de ese viaje recordaba sólo el mal servicio del hotel y la pésima comida. Le había parecido encantador que le regale aquella orquídea, mientras esperábamos el atardecer en una pequeña cascada. Apenas sí lo recordaba. Como si mi degeneración física también estuviera arrancándome los recuerdos. Al parecer, eso estaba ocurriendo.
¿Recuerdas aquel beso?, me preguntó Sofía mirándome fijamente. Parecía compenetrarse en mi percepción disminuida por los fármacos. Le respondí que sí. No obstante, sólo recordaba sus pequeños pies debajo del agua. Mientras más detalles recordaba ella, a mí me ocurría lo contrario. Pensé que tal vez la realidad había sido mezquina para evitarme la culpa de jamás haberla entendido. Me sentí un patán. Quince minutos después se despidió con una amplia sonrisa, le respondí igual a pesar de las insoportables llagas en las comisuras de mi boca.
Todos los domingos viene el mismo tipo a hablarme de Dios, con la biblia en la mano. Dice ganar el cielo hablándole a los enfermos y que yo, especialmente, necesito la salvación. Me mira con lástima, como a los leprosos de la antigüedad. Sofía cruza las manos y cierra los ojos, reza e invoca a los santos y a Jesucristo. No sé si este hebreo pudo imaginar mi vida o predestinado mi degeneración. De ser así, entonces concluiría que estas llagas son un castigo divino. Pero yo no me considero malo, tampoco un gran altruista. Esta enfermedad que me carcome y hace que me pregunte tan seguidamente por la muerte es, sin duda, un hecho del destino como cualquier otro.
Algunos estudiantes de medicina vienen por la mañana. Vienen con el barbijo puesto y sólo se les ve los ojos, que varían desde la perplejidad hasta el asco. Juego a respirar con dificultad para proporcionarles un poco de espectáculo. Así fisgonearán con mayor interés en el resumen de mi historia clínica, ese cuento colgado a los pies de mi cama, supuestamente objetivo, donde se determina con números la posibilidad o no de seguir viviendo. Mi dolor y mi miseria carecen de objetividad; solo pueden hacer conjeturas, mientras el médico-guía ejerce la docencia del mejor modo.
Las llagas han empeorado. La enfermera pasa de largo y comprendo que la medicina es inútil. Sofía tarda. No ha venido para el almuerzo. Sobre mi veladora los poemas de Aleixandre me susurran cascadas y niñas muertas que pasan, que buscan imposibles pájaros.
Sofía no ha venido hoy.
La degeneración de mi cuerpo ha ocasionado el peor de los efectos: una lucidez terrible en mi mente. Las monjas me echan agua extraña con rezos. El tipo que viene los domingos se sienta al lado de mi cama por varios minutos y habla en un lenguaje que ya no entiendo. Cruces, más allá, vida o muerte. Los estudiantes de medicina ahora no evitan sus caras de asco. Toman fotos sin preguntarme porque ya no hablo. No puedo.
Por primera vez veo mi veladora llena de cartas. Comprendo que Sofía no las mandaba. Que esta manta tiene el nombre de una organización benéfica. Que dicen que me llamo… y que no tengo familia.
Pero sé que tenía novia. Que no se llamaba Sofía. Que ahora no recuerdo ni su nombre. Que las cartas no las puedo abrir, ni alcanzarlas. Ni nadie me ayuda. Porque así como estoy la muerte me esta sonriendo con los dientes de Sofía.
* Pintura de Walter Toscano "El hombre que perdió sus alas".
La tristeza del cantante.
jueves, 15 de octubre de 2009
*A LA UNA EN LA "CÓMICA"
Sin importarles el frío ni la dureza de sus cuerpos, apenas emiten algunas palabras. Y si algún transeúnte osa cruzar sus reinos -ellos son los amos y señores de la madrugada-, el peaje debe ser pagado. “Suéltate un sol o una chinita pe’, causa”. Y si la presa es una mansa paloma, el día está salvado. Entonces una sonrisa macabra se ahonda en sus rostros, y raudamente van a comprar al proveedor de sus “polvos mágicos”.
Nada importa sino amanecérselas en la calle, tocar vanamente el siguiente día, estar a salvo de lo “zanahoria”, sumergirse en la nada.
A las 12:30am, aparezco junto a Carlos, luego de haber navegado en Internet. Mi compañero de pasos está alegre porque Doctor le ha cobrado apenas un nuevo sol por las 3 horas de conexión. Carlos está alegre y me pregunta cómo va su “encargo”, un retrato a carboncillo de su amiga virtual que cada día lo tiene más ilusionado. Majo, como él la llama, es una muchachita argentina de 25, de rostro exquisito, mirada y sonrisa que enciende al mundo (lo sé por la foto que me sirve de modelo para retratarla). Y le contesto que ya puedo ver su cara de niña feliz a lápiz. Él sonríe porque sabe que la tendrá en sus manos, que cada vez que la desee podrá tocarla, besarla, aunque sólo sea una mujer de cartulina y trazos en negro.
Llegamos a la esquina de la calle Bolívar; en la siguiente esquina, a unos cuantos pasos, está mi casa. Decidimos esperar a Doctor; mientras tanto la charla se vuelve interesante. Le pregunto qué sabe de Giovanna, su vecina, dudo que así se escriba, pero es como la imagino, con esas letras en sus ondulados cabellos, y sus pechos, oh, qué delicia, sus pechos de fruta, de actriz italiana. Me contesta que hace días que no la ha visto, que quizás sigue en Trujillo, trabajando. Yo me conformaría con tener su e-mail para agregarla al msn, lo restante es cuestión de tiempo y de encontrarla conectada.
A una cuadra, los dueños de las sombras encienden sus cigarros, desenvuelven sus polvos, fuman sin detenerse.
Mientras tanto, con Carlos sigo esperando a Doctor, que ya se le ve a lo lejos como una móvil masa oscura. Y, cuando lo tenemos muy cerca, nos damos cuenta que trae algo en la mano izquierda, su derecha es pequeña –debido a un problema congénito, en vez de dedos normales tiene pequeños nudos de piel, aún así le ayuda a escribir el arroba cuando desea chatear-.
Nos dice que el dueño le obsequió aquellas frutas, luego nos da a cada uno un plátano, bromea al entregárselo a Carlos, le zarandea la fruta como si fuera un miembro sexual masculino, Carlos no tiene más remedio que aceptar la broma y coge el fruto amarillo. Todos reímos ante la pendejada de Doctor. Nos dice que ya no puede chatear como antes, que ha perdido muchos contactos, que la chamba, por estar parado la mayor parte del tiempo, le jode los riñones, que la venezolana y la colombiana han perdido interés en él. Aún así las bromas todavía lo acompañan.
Después que terminamos de comer los plátanos aparece desde el fondo de la calle Bolívar una camioneta negra. Es la policía, comentamos. De pronto un fumador se agazapa entre nosotros, quizás piensa que pasará desapercibido si está a nuestro lado y no en la otra esquina con sus patas. Pero se equivoca. La camioneta se estaciona a nuestro costado, un uniformado abre la puerta, luego otro más, y nos invitan a subir. Pretendemos disuadirlos, les decimos que vivimos cerca, que sólo estamos charlando. Uno de ellos nos pide documentos, no los tenemos. Yo intento irme de allí, pero es imposible, ya se han dado cuenta. Les digo que vivo en la otra esquina, intento llamar con mi celular a mi casa, es en vano. Tengo que subir con mis compañeros. Nos preguntan qué hacíamos, qué personas que sólo conversan pueden estar paradas a esas horas en la esquina. Doctor, por ser el mayor de nosotros, manifiesta que en realidad estábamos conversando. Luego Carlos interviene, dice que Doctor recién sale de su trabajo, que lo estábamos esperando para contarnos nuestras cosas. Mantengo la calma, pero temo que el “colado” tenga en sus bolsillos polvo blanco, si es así estaremos “fritos”.
Llegamos a la comisaría, bajamos del vehículo, entramos a la “cómica”. Uno de los policías nos vuelve a interrogar qué hacíamos, dice que a esas horas deberíamos estar en nuestras casas, y no es la hora ni el lugar adecuados para conversar. Doctor le dice que aún es temprano, luego sonríe al darse cuenta que ya es la 1am. Bajo la mirada, no quiero que los policías piensen que me dan risa, aunque es cierto, sus actitudes me parecen estúpidas. Acaso no se dan cuenta que somos personas tranquilas, es fácil identificar a los “drogos”. Subo la mirada, entonces veo al “colado”, deseo que el tipo desaparezca, se lo coma la tierra. Por él podríamos salir fregados, dormir enjaulados, recibir un baño helado -así acostumbran bañar a los delincuentes o fumones que encuentran en las esquinas.
Luego, los “cómicos” nos piden mostrar lo que tenemos en los bolsillos. Carlos es el primero, se quita la casaca, de sus bolsillos saca un Ipod, un USB y un nuevo sol. Le sigo yo, antes de sacar lo que traigo en mis bolsillos, el policía me pide quitarme los anteojos oscuros, le hago caso, los coloco sobre el piso, también dejo el libro de poemas de una amiga limeña, mi USB, los papeles donde tengo algunos poemas y otros apuntes, cincuenta céntimos de nuevo sol y mi arma de siempre: un lapicero. Y el “colado”, que sí es un experto fumador, muestra un peine y medio sol, es lo único que tiene. Al fin, todos respiramos tranquilamente. Doctor deja su bolsa de plátanos y manzanas, la “cutra” del día: 5 nuevos soles, un lapicero y su peine.
Uno de los “cómicos” me mira fijamente, me pregunta a qué me dedico, le contesto que soy artista plástico –pienso que no tiene la menor idea de lo que eso significa- y poeta. Luego bromea seriamente, “o sea que estabas inspirándote en la esquina”. Contengo la risa. Este es un hijo de puta, pienso.
Los policías, al ver que ninguno de nosotros tiene algo inadecuado, con tono firme nos aconsejan no volver a pararnos en las esquinas, y dicen que dentro de 15 minutos volverán a pasar por la misma esquina, y si nos ven otra vez parados nos vuelven a cargar, y ya no habrán excusas que valgan para dejarnos libres, e iremos a dormir en la comisaría, enjaulados como aves que pierden su libertad por trasnochar en las esquinas.
Tomamos nuestras cosas, vuelvo a colocarme los anteojos, salimos de la comisaría. Nos percatamos que el “colado” se ha ido. Doctor no pierde la “pendejada”, le dice a Carlos que cuando íbamos en la camioneta hacia la comisaría, debió sacar la mano y saludar como si fuera una bella huaripola paseando en su carro alegórico. Celebramos la ocurrencia con risas y más risas.
Atrás, los “cómicos” se van quedando en sus guaridas, con sus estúpidas seriedades, con sus camionetas que sirven para pasear a los vagabundos, a los dueños de la madrugada, a los fumadores de la noche.
*El titiritero
domingo, 11 de octubre de 2009
FANTASMAS DE LA CIUDAD
Parecen salidos del vídeo Thriller de Michael Jackson. Y como si sus ropas no fueran lo más resaltante de la coreografía, empezaran a salir silenciosamente desde sus guaridas para ocupar las bancas, las esquinas de las farmacias, o simplemente los lóbregos rincones que durante el día sirvieron de urinarios para los más inurbanos. Indefensos sentirán ese frío, que como ave carroñera tratará de arrancarles las carnes para poseerlos a su antojo. Se doblarán entre sus cuerpos, como si fueran unos recién nacidos, y sin fastidiar ni asustar dormirán; ahí donde nadie los ve.
Rogerís de Jesús dormitará en las bancas de la Plazuela Merino. A esas horas los escritores, pintores y músicos luego de haber dejado proclamados sus sueños enrumbaran hacia otras bohemias. Ignacio Merino se encargará de acompañarle y de pintarle esa “casa bonito” con la que seguirá soñando en aquella banca color esperanza. Con su empobrecido español asegura ser un viajero y mendigo de descendencia italiana. Su bohemia le ha permitido dormir en las calles de Brasil, Ecuador, Colombia y España, territorios en donde ha sido cubierto por el cubrecama de la madrugada.
En Moscú las noches son de película. Una laguna artificial, producto del desborde de los desagües, es la única que acompaña a los “vaguitos” de la más temida zona del mercado modelo, en donde el sol, simbología de la vida, es algo que nunca se asoma. Vivir ahí es sentirse César Vallejo intertextualizado en el poema “Piedra negra sobre piedra blanca”; en donde solo espera que la muerte llegue algún día. “Hermano, acá sólo se sobrevive vagando, tomando y durmiendo, se vaga para comer, se toma y se duerme para ahogar las penas”.
*Crónica "Fantasmas de la ciudad", de Richard Chávez, colaborador especial.
*Fotografía: Cote Arbaiza.
*HIJO DE TIERRA
Para Octavio
Para ver de qué estoy hecho
No son sus pies lo que se mueve a rastras,
Es la tierra misma
Moldeada por el paso de Octavio.
Veo sus pies
Y veo sus caminos.
Usa una gorra por donde se le escapa
La vida o las nubes de la mandíbula.
Una chompa le cubre de la luz.
Le hicieron la lobotomía
En un país del sur
en su cabeza habitaba demasiado rojo,
demasiada luminosidad, demasiada sangre.
Y un día decidió caminar,
Envolverse de sombra de gris
De suciedad de tierra.
A la distancia podemos verlo:
Rojo fantasma disfrazado de loco.
Hay mucha luz alrededor,
Demasiado conocimiento
Osa penetrar a sus neuronas,
El juego de ajedrez en sus manos callosas,
4 idiomas en algún rincón olvidados.
Pero nadie lo imagina
Como profesor de alemán
O de familia alemana
O los lugares donde estuvo
―y no hablo de lugares cercanos
llegados a pie como ahora―
Nosotros somos, dice,
Simples desechos,
Pura fusión atómica,
Basura microscópica
Viajando por calles oscuras
Con un saco de verdades al hombro.
*Walter Toscano.
Casa Grande, lunes 14 de septiembre de 2009.
Siendo las 02:00pm aproximadamente, en una charla con Richard Chávez, y viendo las fotos y video de Octavio.
viernes, 9 de octubre de 2009
MI VESTIDO AZUL
Escrito por Anna.
Como todos los domingos de vacaciones fuimos a la playa. Tía Fabiolla, con sus enormes provisiones de comida que hacía cargar a los mellizos, tío Carlos, atlético y soberbio, con su nueva tabla hawaiana, el abuelo con sus indescifrables crucigramas, la abuela risueña con la regía tía Carla platicando sobre el pequeño Fernando que ya empezaba a caminar, mi prima Mariana y yo, mi padre y mi madre y los paisajes de aquel tiempo que terminé inevitablemente olvidando.
Mi papá cogía la guitarra tocaba esas canciones melancólicas de trovadores. Mamá sonreía, se veía más hermosa. La familia se extasiaba cuando él cantaba, oía a la abuela contar anécdotas de cuando papá estaba en la universidad, tío Carlos recordaba todas las serenatas a las que le obligó ir, el abuelo dejaba los crucigramas y se animaba a cantar como un chiquillo. No lo entendía, pero en ese momento amaba más a mi padre.
¿Y en verdad perdiste a ese unicornio azul, papi? Acariciándome tiernamente el cabello me respondió: Lo tengo aquí al frente y huele a laurel sucio de tanto mar.
La canción que tocaba mi padre .
miércoles, 7 de octubre de 2009
LA CALLE DE LOS ARTISTAS
Angélica la llamaba la calle de los artistas.
Un amigo poeta después de una borrachera me afirmó que existía una calle igual en Piura. Un jirón pequeño y escueto donde las estatuas humanas, los pintores y los músicos callejeros eran comunes. También al final de la calle: un parque, con bancas de fierro forjado y estatuas coloniales, donde los escritorzuelos y los orates descansaban sus cuerpos de manera conveniente o inconveniente a la sazón de los policías municipales. Pensé en la existencia de una universalidad para aquello, para los artistas, para los locos, para el amor; un parque que los acoja, la libertad que sólo podrían conocer en el libre viento de la calle: el jirón Pizarro.
Por la tarde, un hombre sin piernas arrastraba su silla de ruedas y dos tambores pequeños, se tumbaba sobre la vereda en la esquina más próxima al parque y empezaba a soplar una botella con agujeros, tan exactos, que reproducían el sonido armónico de los instrumentos de viento. Luego cantaba, una voz que a pesar de la deformidad de su rostro llegaba a ser bella. Mucha gente le rodeaba y dejaban monedas. El hombre sin piernas sonreía con una mueca terrible. Más allá dos muchachos pintaban el rostro de una mujer sobre la pista, un tarro metálico de café y un cartel hecho de cartones reciclados: “Apoye el arte”. Un tipo con su novia los veía con mezquindad: “Sólo malogran la calle”. Su novia era hermosa y se parecía a la mujer sobre la pista. Entre los restaurantes y los centros comerciales los mendigos estiraban la mano, unas mujeres serranas vendían caramelos de limón, dos niños colgaban de sus tetas, una ancianita hacía sonar su sonaja de calabaza sin mostrar el rostro, su pena era ese sombrero enorme tan antiguo como el jirón Pizarro. Y luego vi como una revelación al loco poeta del centro de Trujillo, sacar un papel imposible y sucio de su pantalón y logré escuchar lo que escribía y repetía lentamente: “Memorable, memorable, memorable…”.
Atardecía cuando llegué a la plazuela El Recreo. Me senté sobre la banca más cercana a la pileta. Me di cuenta de los delincuentes, de las putas, hasta de la extraña pareja madura sentada en la banca más alejada y que supuse se decían palabras de amor; entendí que el sonido de Trujillo era esta plazuela y las historias intersecadas, como constelaciones, en ella. Pensé luego en Angélica y nuestra única cita, la única vez que me confió un sueño: comprar, a pesar de todo, una casa colonial en la calle de los artistas.
Cuando una mujer supone todas las canciones.